Extracto

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¡Padre!

Regilius se despertó jadeando. Intentó sentarse, pero se enredó entre las sábanas húmedas y hormigueantes. Empapado en sudor, se las retiró de encima, se apoyó en los codos y se asomó a la oscuridad. En una mesita a su derecha, tenuemente contorneada contra una ventana de persianas, descansaba una esfera luminiscente. Regilius se balanceó en un brazo para estirarse hacia la esfera y así pudo retirarle la pieza que la cubría. Al hacerlo, una suave luz azul bañó el espacio. El cuarto era simple, esterilizado. No podía decir dónde se encontraba, pero era seguro que no se hallaba en el palacio.

Temblaba mientras intentaba recordar dónde podría estar y cómo había llegado allí. La mano que se pasó por el cabello retornó goteando mientras que en su boca seca, la lengua, espesa y cuarteada, se le atascaba en el paladar. Alcanzó un vaso de agua, pero al inclinárselo a los labios, la habitación comenzó a girar. Confundido, consiguió vaciarlo en un florero con morrasas antes de que el mundo se le tornase negro.

Se despertó otra vez. En esta ocasión, la mente se le anegó de imágenes de asesinos entrando a su casa, de matanzas y escenas que no deberían pasar. Sin embargo, contrario a las pesadillas que se tienen de niño, las cuales se vuelven etéreas y se desvanecen, estas se fusionaron en semblantes verdaderos, con sustancia. Luchando por despejarse la mente, empujó todas esas imágenes a un lado y buscó el vaso. Milagrosamente, este descansaba en la mesa de noche sin haberse roto. Regilius trató de localizar la jarra y sus ojos se fijaron en el florero. Las flores que en un momento habían sido blancas y fragantes, ahora lucían negras, torcidas y grotescas.

La puerta se abrió y él dio un brinco. La luz entró derramada y una mujer con cofia de enfermera se asomó a la habitación.

¡Ah!

La expresión no fue verbalizada. Llenó su cabeza y se posó entre sus pensamientos.

¿Aún vivo, joven príncipe?

Entró y cerró la puerta.

Verdaderamente eres increíble. Nunca había sentido a alguien como tú. Percibes mis pensamientos. Qué aprieto para mí y los míos.

La enfermera —no, la cosa, porque la sentía tan extraña como las flores— se acercó a la cama y los vellos de los brazos, el cuello y la cabeza de Regilius se erizaron. Su instinto fue de escapar.

Quédate donde estás.

No se había movido, pero se le había anticipado. La criatura comenzó a brillar a medida que se acercaba. Su forma y color empezaron a cambiar, y el abdomen de su cuerpo, ahora suave, gris y agusanado, ondeó. Algo como una boca se abrió donde su barriga debió haber estado, y entonces se cerró, seguido de otra boca y otra boca hasta haber varias abriéndose y cerrándose.

Una extremidad brotó de su torso y serpenteó hacia él. En una ocasión había visto algo similar bajo el microscopio de su tutor cuando un diminuto depredador celular se estiró para arrebatar una comida. Con los ojos agrandados, incapaz de moverse, seguía esta manifestación cuando, más rápido de lo que él pudiera reaccionar, la extremidad se le enrolló al tobillo y comenzó a halarlo hacia sí. Cuando Regilius abrió la boca para gritar, la luz inundó el cuarto.

Regilius retiró la vista de la cosa que enrollaba su pierna y se tornó para mirar al médico y a dos celadores que entraban. El doctor hizo una pausa, observó a su paciente detenidamente y le preguntó:

—¿Su Alteza? ¿Qué rayos ha estado haciendo por ahí?

El Príncipe Regilius se sorprendió a sí mismo al pie de la cama, tensando un puñado de la sábana. Los cobertores, aparentemente suspendidos según se habían corrido de la almohada, marcaban cómo había sido arrastrado. No obstante, excepto por su extraña ubicación, todo lo demás parecía normal. Sus ojos se dirigieron del médico a la enfermera de rostro inexpresivo, quien le pareció un tanto ordinaria.

—Me gustaría que le pusieran ropa seca y le cambiaran las sábanas —le estaba diciendo el médico, pero al seguirle la mirada al príncipe, reparó en la mujer parada en la esquina y se sobresaltó—. Enfermera, ¿por qué está usted aquí?

—Iba a subir las escaleras cuando noté la luz y decidí asomarme

—respondió.

—Bien —expresó el doctor, soltando un suspiro—, ya que está aquí, quizá desee ayudarnos.

Ella y los celadores se pusieron a trabajar y al cabo de varios minutos el príncipe estaba limpio y seco, vistiendo una nueva bata sobre una cama cambiada y fresca. El doctor les ordenó que saliesen. Examinó brevemente a Regilius y le indicó:

—Ha mejorado un poco, Su Alteza. Magnífico. Volveré a examinarlo en unas horas. Mientras tanto, por favor, trate de dormir. —Cubrió la esfera y se fue, cerrando la puerta tras sí.

Reg habría hecho lo que le instruyó el médico si no hubiera sido por las flores, cuyas deformidades insistían en transmitirle que él no estaba a salvo. En su lugar, caminó descalzo con pasos acojinados hasta el clóset donde encontró su ropa. A medida que se quitaba la bata y procuraba vestirse con manos temblorosas, un apercibimiento extraño lo sobrecogió: la certeza fría de que la enfermera, sintiendo que él se disponía a marcharse, estaba regresando. Asegurándose de que no había olvidado nada, se dirigió a la ventana. Forcejeó unos instantes para abrir el cerrojo, y mientras la oscuridad de la noche daba paso al cielo verde intenso de la mañana, se escurrió y descendió hasta alcanzar la calle abajo.

Volteándose a mirar sobre su hombro, sintió que la presencia lo seguía aún, y se apresuró al recorrer las calles empedradas entre los edificios de granito y mármol de la parte alta de la ciudad. Al rato, sin embargo, la debilidad de su estado lo hizo volver a caminar. Estaba febril y sediento cuando divisó una fuente. Se acercó y zambulló la cara entre sus aguas. Aturdido por el frío, echó atrás la cabeza y lanzó un grito ahogado, elevando una lluvia de gotas al cielo. Entonces, reclinado contra el borde de la piedra mojada, se llevó a los labios la mano colmada de frescor vigorizante. Satisfecho, se secó la boca con la manga, respiró profundamente y continuó.

Ahora no había duda de que caminaría. Pero tras tomar agua tan enérgicamente, sabía que se acalambraría si se forzaba o se apresuraba demasiado. El paso al que se echó a caminar, sin embargo, le dio tiempo para considerar el evento que lo había traído hasta aquí.

Justo ayer, se había puesto a jugar un partido de disco con sus amigos Danth, Leovar y Ered. Recordó cómo Leovar había hecho una brillante atrapada con la mano al revés. Sin pausar, se había girado y le había lanzado el disco a él. Fue un lanzamiento errático y Reg tuvo que saltar para agarrar el disco. Entonces… nada. Ningún recuerdo de haberlo agarrado, de habérsele ido o de haberse caído… nada hasta que se despertó en el hospital. Y ahora, guiándose solo con el instinto, estaba huyendo de las apariciones y de una voz en su cabeza. Tuvo que sacudírsela.

Para cuando la carretera comenzó a ascender en dirección al palacio, había amanecido y la ciudad estaba despierta. Mahaz, el gigantesco sol anaranjado, había ascendido por dos horas sobre el horizonte, y una segunda luz le seguiría pronto cuando su astro compañero menor, pero más caliente y brillante, el enano blanco, Jadon, apareció. Había transcurrido tiempo más que suficiente para que cualquiera que lo hubiese buscado hubiera descubierto su ausencia y organizado una búsqueda. De modo que abandonó la carretera, prefiriendo las veredas al pavimento. Ordinariamente, se habría dirigido directamente a velar por la seguridad de su hogar y su familia, pero las visiones que persistían le advertían que se mantuviese alejado, incluso de su propio batallón. A pesar de que todo dentro de sí le decía lo contrario, decidió dejar la ciudad. Pasaría cerca de la ciudadela, pero no necesitaría entrar a sus terraplenes para alcanzar su destino. Ayer, antes del juego, había dejado su deportivo en el club. Como era demasiado pequeño para transportar a cuatro personas, lo había dejado ahí y se había montado con sus amigos en el carruaje de Leovar. El club quedaba entre el punto donde él se encontraba y su casa, pero concluyó que si podía caminar esa distancia y llegar, podría escapar inadvertido.

A medida que fue ascendiendo por la pendiente cada vez mayor, la fatiga le sobrevino. Había abandonado las rutas más comunes utilizadas por las que había conocido de niño y el suelo aquí no era siempre compacto. Sus piernas se le hacían gelatina y los pies se resbalaban en la tierra suelta de los trechos más escarpados. Según transcurrió el tiempo, el ascenso redujo su caminar a revolcarse, y tuvo que usar sus manos para apoyarse hasta que la respiración se convirtió en jadeo y el agotamiento lo forzó a detenerse.

Se dejó caer al suelo, tras un arbusto en la cresta de la montaña. A sus espaldas podía observar a cuánta altura había ascendido sobre la ciudad. Cambió la dirección de su mirada y avistó una manchita marrón y blanca en lo alto, que luego reconoció como una paloma mensajera que volaba hacia el palacio. Lo más probable era que la habían mandado al hospital para que pudiesen enviarle un mensaje a Manhathus, su padre, en caso de que su condición cambiase. Sus ojos se movieron del pájaro a barakYdron, la fortificación hacia la cual la vio volar. Motitas brillantes de color subían por la carretera. Eran estandartes, y el cambio de color de una camioneta a la próxima indicaba que guardias de distintas casas formaban la procesión. Como su número, paso y dirección sugerían que su actividad no estaba relacionada con la suya, decidió que podía proseguir.

Había empezado a levantarse cuando un movimiento le llamó la atención. Mientras miraba desde la parte posterior del arbusto, un vehículo tomó una curva en la carretera, pasó bajo su punto de mira y redujo la velocidad. Tenía bajada la capota y el trío de individuos que lo ocupaban estiraron las cabezas en su dirección. Reg trató de aplanarse contra el suelo mientras sus ojos sondeaban la maleza. Frenaron hasta detenerse. Los pasajeros brillaban y, para su asombro, cambiaron de forma. Tres enormes babosas grises como la enfermera emergieron.

No hizo ningún ruido y estaba seguro de que ellos no pudieron haberle visto, aunque parecían advertir su presencia. Inicialmente, buscaron indecisos. Una y otra vez, sin embargo, regresaron a su lugar hasta que sus ojos se posaron fijamente en el punto donde Reg se encontraba. Cuando comenzaron a subir la colina, él podía sentir sus mentes tratando de ponerse en contacto con la suya y empezó a sentir pánico. Según se acercaban a su escondite, comenzó a enfermarse y a sudar. Quería correr, pero estaba demasiado débil. Su respiración se aceleró y su corazón empezó a golpear. «¿Habrá alguna forma de librarme de ellos?», se preguntó. De manera muy extraña, cuando el pensamiento surgió, sintió cerca algo pequeño y tibio. Al percatarse, su cuerpo se estremeció y sintió que su mente expulsó algo en dirección de esa presencia diminuta. Simultáneamente, el pequeño animal peludo emergió del arbusto de abajo. Era un marmath. Aparentemente, las criaturas habían asustado al roedor y este salió corriendo de su madriguera, pasó de largo por el trío y cruzó la carretera. Sus cuerpos se irguieron y se tornaron para ubicarlo. De nuevo miraron hacia el escondite de Reg y luego de vuelta al marmath. Peinaron con la vista los arbustos y parecieron discutir entre ellos. Los minutos pasaron y Reg temió que decidieran retomar la búsqueda. Entonces, lentamente, con vacilación, regresaron a su vehículo y se marcharon.

Reg no sabía qué pensar. ¿Realmente los había atraído el roedor en lugar de él? De todas formas, dudó. Si no fue eso lo que pasó, ¿qué, entonces? Fue como si, al escaparse el animal, se hubiera quedado él sin… ¿Qué?… ¿Olor?

El vehículo desapareció en la curva y Reg salió lentamente de su escondite. Pausó para asegurarse de que se habían perdido de vista, entonces bordeó la cresta de la montaña y descendió con cautela.